A las 11 bajo con Ricardo a la oficina, en Dieni. La primera sensación de caminar por la nieve crujiente cuesta abajo es una pasada. Me muero por subir en el teleférico.
Lea, la chica que me llevó en coche hasta la oficina desde la estación está en la susodicha oficina y me hace un pase para coger gratis el tren y el teleférico. Cogemos el tren hasta Andermatt, el camino está precioso.
Divisamos Andermatt antes de llegar y como tengo hambre tomamos un café cada uno y un sandwich para mí de queso, mantequilla, pepinillo y lechuga, una mezcla a la que me estoy aficionando. Son 15 euros todo. Me parece caro, pero no tan caro como me hubiera parecido de no haber estado en caja estos dos últimos días. Veo pagar a la gente 50 francos por un par de almuerzos simples, una locura.
Vamos a correos y luego al banco pero tengo que esperar a abrir una cuenta porque necesito el permiso de residencia o el contrato de trabajo, los cuales tardarán unas 2 o 3 semanas en llegar.
Cogemos el Seilbahn, el ascensor con vistas que sube arriba de la montaña a los esquiadores para que luego puedan bajar a toda velocidad por la pista y volver a subir. Y flipo como una niña. Ricardo me dice que estoy entusiasmada, y yo a él que se ha acostumbrado y claro, ya no le hace tanta gracia, y es una pena, porque el lugar es maravilloso.
Volvemos a bajar y me pillo unos pantalones en una tienda de snow y alquilo una tabla. Mañana vamos a Andermatt Ricardo, un primo suyo que está aprendiendo y yo. Recoge unas gafas y unas botas de snow que ha encargado por internet en correos y volvemos al restaurante, por un camino nevado rodeado de árboles. La luna brilla en lo alto y se puede ver la montaña nevada a pesar de la oscuridad. Alberto debe estar de visita en la Victoria, con mi abuela y en la pasarela tomando un bizcocho vegano de cacao. Tan cerca y tan lejos, es increíble. Me imagino que algún día vuelvo contigo y podemos disfrutar juntos como niños. Gracias por devolverme la niñez perdida.
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